El amor es querer el bien para alguien. La misericordia es la capacidad de sentir compasión por los que sufren y brindarles apoyo. La palabra misericordia proviene del latín “misere” que significa “miseria, necesidad”; cor, cordis que indica “corazón” y “ia” que expresa “hacia los demás”
En su nueva serie de catequesis sobre el libro de los Hechos de los Apóstoles, el Papa ha recordado que “la Palabra de Dios es dinámica y eficaz; y a través del Espíritu Santo purifica la palabra humana, haciéndola portadora de vida, capaz de inflamar los corazones, derribar muros y abrir nuevas vías de entendimiento y de fraternidad”.
Queridos hermanos y hermanas:
Iniciamos hoy una serie de catequesis sobre el Libro de los Hechos de los Apóstoles. Este libro fue escrito por el evangelista san Lucas, y narra la difusión del Evangelio a través de dos protagonistas: la Palabra de Dios y el Espíritu Santo.
La Palabra de Dios es dinámica y eficaz; y a través del Espíritu Santo purifica la palabra humana, haciéndola portadora de vida, capaz de inflamar los corazones, derribar muros y abrir nuevas vías de entendimiento y de fraternidad.
El Evangelio se concluye con la resurrección y ascensión de Jesús, y a partir de ahí el libro de los Hechos de los Apóstoles nos narra la sobreabundancia de la vida del Resucitado en la Iglesia. El bautismo en el Espíritu Santo permite que entremos en una comunión personal con Dios y que participemos en su voluntad salvífica universal, adquiriendo la capacidad de pronunciar una palabra que sea limpia, libre, eficaz, llena de amor a Dios y a los demás.
El Resucitado hace que vivamos el tiempo presente sin temor ante lo que acontecerá, porque Dios se manifiesta en el hoy de la historia y nos invita a reconocerle allí. Nos enseña a no fabricarnos una misión particular a nuestra medida, sino a pedir mediante la oración perseverante que el Padre nos dé la fuerza misionera para llegar a todo el mundo y vivir en comunión con los hermanos.
Saludos
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española venidos de España y DE Latinoamérica. Pidamos a Dios el don del Espíritu Santo que nos asista en nuestra vida y nos dé la fuerza para que con nuestras palabras y obras podamos ser testigos misioneros de su amor con todos los que están a nuestro alrededor.
Hoy me gustaría reflexionar sobre el Triduo Pascual que empieza mañana para profundizar en aquello que los días más importantes del año litúrgico representan para nosotros, los creyentes. Me gustaría preguntaros: ¿Cuál es la fiesta más importante de nuestra fe, Navidad o Pascua? Pascua porque es la fiesta de nuestra salvación, la fiesta del amor de Dios por nosotros, la fiesta, la celebración de su muerte y resurrección. Por eso quisiera reflexionar con vosotros sobre esta fiesta, sobre estos días, que son días pascuales, hasta la resurrección del Señor. Estos días constituyen la memoria conmemorativa de un gran misterio único: la muerte y la resurrección del Señor Jesús. El Triduo comienza mañana, con la Misa de la Cena del Señor y terminará con las vísperas del Domingo de Resurrección. Después viene “Pasquetta” (Lunes de Pascua) para celebrar esta fiesta grande: un día más. Pero es post-litúrgico: es la fiesta familiar, es la fiesta de la sociedad. Marca las etapas fundamentales de nuestra fe y de nuestra vocación en el mundo, y todos los cristianos están llamados a vivir los tres días santos –jueves, viernes, sábado; y el domingo- naturalmente- pero el sábado es la resurrección- los tres días santos, como, por decirlo así, la “matriz” de su vida personal de su vida comunitaria, como vivieron nuestros hermanos judíos el éxodo de Egipto.
Estos tres días vuelven a proponer al pueblo cristiano los grandes eventos de salvación operados por Cristo, y así lo proyectan en el horizonte de su destino futuro y lo fortalecen en su compromiso de testimonio en la historia.
En la mañana de Pascua, volviendo a recorrer las etapas vividas en el Triduo, el canto de la Secuencia, o sea un himno o una suerte de salmo, hará que se escuche solemnemente el anuncio de la resurrección. Y dice así: “Cristo, nuestra esperanza, ha resucitado y nos precede en Galilea”. Esta es la gran afirmación: Cristo ha resucitado. Y en tantos pueblos del mundo, sobre todo en el Este de Europa, la gente se saluda estos días de Pascua, no con un “buenos días” o “buenas tardes”, sino con “Cristo ha resucitado”, para afirmar el gran saludo pascual. “Cristo ha resucitado. Con estas palabras -Cristo ha resucitado- de conmovida exultación culmina el Triduo. No solo contienen un anuncio de alegría y esperanza, sino también un llamamiento a la responsabilidad y a la misión. Y no termina con la “colomba” ( dulce de Pascua italiano n.d.r.) los huevos, las fiestas- aunque todo esto sea hermoso porque es la fiesta de la familia- pero no termina con eso. De ahí comienza el camino a la misión, al anuncio: Cristo ha resucitado. Y este anuncio, al que conduce el Triduo preparándonos para acogerlo, es el centro de nuestra fe y de nuestra esperanza, es el núcleo, es el anuncio, es –la palabra difícil- es el kerygma que continuamente evangeliza a la Iglesia y que ella, a su vez, es enviada a evangelizar.
San Pablo resume el evento pascual en esta frase: “Cristo, nuestra Pascua, ha sido inmolado” (1 Cor 5,7), como el cordero. Ha sido inmolado. Por lo tanto, prosigue, “pasó lo viejo, todo es nuevo” (2 Cor 5:15). Renacido. Y por eso, al principio, se bautizaba la gente el día de Pascua. También por la noche de este sábado yo bautizaré aquí, en San Pedro, ocho personas adultas que comienzan su vida cristiana. Y comienza todo porque habrán nacido otra vez. Y con otra fórmula sintética, explica que Cristo “fue entregado a causa de nuestros pecados y fue resucitado para nuestra justificación” (Rom 4:25). El único, el único que nos justifica; el único que nos hace renacer de nuevo es Jesucristo. Ningún otro. Y por eso no hay que pagar nada, porque la justificación –el hacerse justos- es gratuita. Y esta es la grandeza del amor de Jesús; da la vida gratuitamente para hacernos santos, para renovarnos, para perdonarnos. Y este es el núcleo propio de este Triduo Pascual. En el Triduo Pascual, el recuerdo de este evento fundamental se convierte en una celebración llena de gratitud y, al mismo tiempo, renueva en los bautizados el sentido de su nueva condición, que el apóstol Pablo expresa: “Si habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de allá arriba, […] y no… las de la tierra” (Col 3,1-3). Mirar hacia arriba, mirar al horizonte, ensanchar los horizontes: ¡esta es nuestra fe, esta es nuestra justificación, este es el estado de gracia! Efectivamente, por el Bautismo hemos resurgido con Jesús y hemos muerto a las cosas y a la lógica del mundo; hemos renacido como criaturas nuevas: una realidad que exige convertirse en existencia concreta día a día.
Un cristiano, si realmente se deja lavar por Cristo, si realmente se deja despojar por Él del hombre viejo para caminar en una nueva vida, aunque siga siendo pecador, -porque todos lo somos- ya no puede ser corrompido; la justificación de Jesús nos salva de la corrupción, somos pecadores pero no corrompidos; ya no puede vivir con la muerte en el alma, ni tampoco puede ser causa de muerte. Y aquí tengo que decir algo triste y doloroso… Hay cristianos falsos: los que dicen “Jesús ha resucitado”, “yo he sido justificado por Jesús”, estoy en la vida nueva, pero vivo una vida corrupta. Y estos cristianos fingidos acabarán mal. El cristiano, lo repito, es pecador – todos lo somos, yo lo soy- pero tenemos la seguridad de que cuando pedimos perdón el Señor nos perdona. El corrupto finge ser una persona honrada, pero en el fondo de su corazón hay podredumbre. Una vida nueva nos da Jesús. El cristiano no puede vivir con la muerte en el alma, ni tampoco ser causa de muerte. Pensemos –para no ir muy lejos- pensemos en casa, pensemos en los llamados “cristianos mafiosos”. Estos de cristianos no tienen nada: se dicen cristianos, pero llevan la muerte en el alma y a los demás. Recemos por ellos para que el Señor les toque el alma. El prójimo, sobre todo el más pequeño y el que más sufre, se convierte en el rostro concreto a quien podemos dar el amor que Jesús nos ha dado. Y el mundo se convierte en el espacio de nuestra nueva vida de resucitados. Nosotros hemos resucitado con Jesús: de pie, con la frente levantada y podemos compartir la humillación de aquellos que todavía hoy, como Jesús, se hallan en medio del sufrimiento, de la desnudez, de la necesidad, de la soledad, de la muerte, para convertirnos, gracias a Él y con Él, en instrumentos redención y de esperanza, en signos de vida y resurrección. En tantos países –aquí en Italia y también en mi patria- hay la costumbre de que cuando el día de Pascua se oyen las campanas, las mamás, las abuelas, llevan a los niños a lavarse los ojos con el agua, el agua de la vida, como signo para poder ver las cosas de Jesús, las cosas nuevas. En esta Pascua dejémonos lavar el alma, lavar los ojos del alma, para ver las cosas bellas y hacer cosas bellas. ¡Y esto es maravilloso! Esta es la resurrección de Jesús después de su muerte que fue el precio para salvarnos a todos.
Queridos hermanos y hermanas, dispongámonos a vivir este Triduo Santo ya inminente -comienza mañana-, para estar cada vez más profundamente integrados en el misterio de Cristo, muerto y resucitado por nosotros. Que nos acompañe en este itinerario espiritual la Virgen Santísima, que siguió a Jesús en su pasión -Ella estaba allí, miraba, sufría…- estuvo presente y unida a Él bajo su cruz, pero no se avergonzaba del hijo. ¡Una madre nunca se avergüenza del hijo! Estaba allí y recibió en su corazón de madre la inmensa alegría de la resurrección. Que Ella nos dé la gracia de ser interiormente acogidos por las celebraciones de los próximos días, para que nuestro corazón y nuestra vida se transformen realmente.
Y mientras os dejo estos pensamientos, mientras formulo para todos vosotros mis mejores deseos de una feliz y santa Pascua, junto con vuestras comunidades y seres queridos.
Y os aconsejo: en la mañana de Pascua llevad a los niños debajo del grifo y haced que se laven los ojos. Será un signo de cómo ver a Jesús resucitado.
En 2017, recibieron el bautismo en Austria más de 860 adultos, muchos de ellos refugiados. Esta es la historia de Dieter y sus amigos extranjeros de Salzburgo.
Dieter y algunos de sus amigos a los que ofrece la catequesis.
Me llamo Dieter y vivo en Salzburgo (Austria). Colaboro con el Centro de formación Juvavum (Bildungszentrum Juvavum) de Salzburgo, en el que actualmente 15 refugiados se están preparando para recibir el bautismo. Proceden de Irak, Irán y Afganistán. Os contaré algunas de sus historias.
Por ejemplo, recientemente participé con algunos -quienes, en el momento de emprender la huida a Austria, eran de religión musulmana- en “La larga Noche de las iglesias”, una iniciativa de la Iglesia austriaca en la que muchos templos católicos abren su puertas de noche (“Lange Nacht der Kirchen”).
En uno de los lugares, ofrecían la posibilidad de escribir en un tablón los propios pensamientos y deseos. Un joven afgano escribió algo en persa: “Deseo que Jesús permanezca siempre conmigo”, me tradujo. Y no era el único.
¿Cómo empezó todo? Con ocasión del Año de la misericordia, en Juvavum, un centro de formación atendido espiritualmente por el Opus Dei, nos planteamos cómo ayudar a los refugiados. Organizamos partidos de fútbol, clases de alemán y algunas excursiones con jóvenes refugiados que ya vivían en nuestra ciudad.
Los cristianos me ofrecen alojamiento, alimentos, dinero para vivir… y además son muy amables. ¿Por qué lo hacéis?
Algunos de los participantes se han interesado en la fe católica. Uno me contó lo siguiente: “En Afganistán sólo oía que los cristianos eran malos. Ahora tengo veinte años y puedo formarme mi propia idea. He llegado a Austria y compruebo que los cristianos me ofrecen alojamiento, alimentos, dinero para vivir… y además son muy amables. ¿Por qué lo hacéis? Deseo saber más sobre el cristianismo.”
Otro me dijo que cuando entró en Traiskirchen -un campamento que acoge a los refugiados recién llegados a nuestro país- vio un árbol de Navidad adornado y oyó hablar de Jesús. En ese momento, saltó la primera “chispa”.
A quienes se interesan por la fe, les ofrecemos participar en un curso que tiene como guía el Catecismo de la Iglesia Católica. Cada uno de los participantes cuenta con un acompañante que le explica las dudas particulares, participa con él en la misa de los domingos, le ayuda a hacer un rato de oración, etcétera.
Cuando comenzamos, yo dudaba sobre el deseo de algunos, pues podían manifestar interés en la fe pensando en que así obtendrían más fácilmente el permiso de residencia. Pero procuramos que entiendan que son dos cosas distintas. Recientemente, cuando recordé a uno que la preparación al bautismo dura un año, me dijo: “Aunque tuviera que esperar cinco años, lo acepto. Mi conversión no tiene nada que ver con los motivos de mi huída”.
A otro, nervioso por el resultado de sus trámites de acogida, le envié un WhatsApp de ánimo, invitándole a ponerse en manos del Señor. Me respondió: “Me da igual si recibo una respuesta administrativa positiva o negativa: ¡he encontrado a Jesús!”.
Un afgano, que venía con gusto a las clases de catecismo, faltó a dos seguidas por lo que le invité, con un mensaje, a charlar. Me contó que un iraní le había echado en cara que él sólo iba a la catequesis porque creía que le facilitaba conseguir asilo. Cuando yo le dije que estaba convencido de su buena intención, reanudó con alegría la asistencia a la catequesis.
A veces son ellos quienes “me dan la catequesis”. Una vez sugerí a uno que dedicara diariamente algunos minutos a la oración y me respondió: “Esto ya me lo sugeriste hace tres meses y desde entonces rezo siempre, por la mañana y por la tarde”.
He comprobado que quien encuentra a Jesús, encuentra también la cruz, y esto vale igualmente para los refugiados
Nos hemos dado cuenta de que no basta con instruirles en la fe católica. Tienen que aprender también a estudiar mucho y con intensidad -a pesar de su compleja situación- para estar en condiciones de encontrar un trabajo.
También he comprobado que quien encuentra a Jesús, encuentra también la cruz, y esto vale igualmente para los refugiados. Pondré como ejemplo la historia de dos jóvenes.
Un iraquí, que había recibido graves heridas en la cabeza cuando las milicias habían intentado secuestrarle, y que por ese motivo había huído a Austria, habló con entusiasmo de la nueva fe que había descubierto y, como consecuencia, fue víctima de graves acosos en la residencia para refugiados en la que vivía. Le manifestaron que no era persona grata y le destrozaron sus trajes. Esto me obligó a mí a buscar para él -y para otro catecúmeno- un alojamiento privado.
Poco después recibió la noticia de que su hermana había sido secuestrada y que la habían matado. Cuando su propia familia recibió la noticia de su conversión, suspendió toda comunicación con él. El día que cumplía 27 años vino a la catequesis, me mostró su móvil y dijo: “Nadie de mi familia me ha llamado. Jesús y María son ahora mi familia”.
El día que cumplía 27 años, vino a la catequesis, me mostró su móvil y dijo: “Nadie de mi familia me ha llamado. Jesús y María son ahora mi familia”
También fue difícil la historia de un amigo mío iraní, que tuvo que abandonar su país porque se había acercado a la fe. Al poco tiempo de su llegada a Salzburgo recibió el bautismo. Al rellenar el formulario para formalizar su ingreso en la Iglesia católica, me enteré de que se había casado en Irán pero que su mujer, debido a su conversión, le había abandonado y se había casado con otro hombre. Cuando le pregunté si había amado a su esposa o había contraído matrimonio porque así lo habían planeado sus padres, se echó a llorar. No sólo había perdido a su familia, sino que las gestiones para quedarse en Europa se trababan continuamente. Aunque no entendía por qué Dios permitía aquello, me dijo que estaba dispuesto a cargar con su cruz.
Para mí, el encuentro con estos refugiados hambrientos de fe ha sido un gran regalo. Jamás habría imaginado un tal desarrollo de acontecimientos. Aunque trabajo 40 horas a la semana en otras tareas, doy gracias a Dios porque con mi sorpresa, encuentro tiempo para atender a todos estos amigos y ayudarles con la catequesis. Para mí, son un ejemplo: les he visto sufrir y llorar, luchar y vencer. Veo cómo, a pesar de sus muchas dificultades personales y experiencias traumáticas, progresan continuamente en su vida cristiana.
La única pena es, que todavía ninguno de ellos ha conseguido una respuesta administrativa positiva para obtener el permiso de asilo (por eso, no he mencionado sus nombres). Me cuesta imaginarme lo que podría suceder si alguno de ellos recibiera una respuesta negativa definitiva y tuviera que regresar a su tierra natal… Por eso, rezo diariamente por estos jóvenes refugiados y su camino en la fe.
Hoy quisiera regresar sobre un tema importante: la relación entre la esperanza y la memoria, con particular referencia a la memoria de la vocación. Y tomo como ícono la llamada de los primeros discípulos de Jesús. En sus memorias se quedó tan marcada esta experiencia, que alguno registró incluso la hora: «Era alrededor de las cuatro de la tarde» (Jn 1,39). El evangelista Juan narra el episodio como un nítido recuerdo de juventud, que se quedó intacto en su memoria de anciano: porque Juan escribió estas cosas cuando era anciano.
El encuentro había sucedió cerca del río Jordán, donde Juan Bautista bautizaba; y aquellos jóvenes galileos habían escogido al Bautista como guía espiritual. Un día llega Jesús, y se hizo bautizar en el río. Al día siguiente pasó de nuevo, y entonces el que bautizaba – es decir, Juan Bautista – dijo a dos de sus discípulos: «Este es el Cordero de Dios» (v. 36).
Y para estos dos fue la “centella”. Dejaron a su primer maestro y se pusieron en el seguimiento de Jesús. Por el camino, Él se gira hacia ellos y les plantea la pregunta decisiva: «¿Qué quieren?» (v. 38). Jesús aparece en los Evangelio como un experto del corazón humano. En ese momento había encontrado a dos jóvenes en búsqueda, sanamente inquietos.
De hecho, ¿qué juventud es una juventud satisfecha, sin una pregunta de sentido? Los jóvenes que no buscan nada, no son jóvenes, son jubilados, han envejecido antes de tiempo. Es triste ver jóvenes jubilados. Y Jesús, a través de todo el Evangelio, en todos los encuentros que le suceden a lo largo del camino, se presenta como un “incendiario” de corazones.
De ahí ésta pregunta que busca hacer emerger el deseo de vida y de felicidad que cada joven se lleva dentro: “¿Qué cosa buscas?”. Hoy quisiera preguntarles a los jóvenes que están aquí en la Plaza y a aquellos que nos escuchan a través de los medios de comunicación: “¿Tú, que eres joven, qué cosa buscas? ¿Qué cosa buscas en tu corazón?”.
La vocación de Juan y de Andrés comienza así: es el inicio de una amistad con Jesús tan fuerte que impone una comunión de vida y de pasiones con Él. Los dos discípulos comienzan a estar con Jesús y enseguida se transforman en misioneros, porque cuando termina el encuentro no regresan a casa tranquilos: tanto es así que sus respectivos hermanos – Simón y Santiago – son enseguida incluidos en el seguimiento. Fueron donde estaban ellos y les han dicho: “¡Hemos encontrado al Mesías, hemos encontrado a un gran profeta!”, dan la noticia. Son misioneros de ese encuentro. Fue un encuentro tan conmovedor, tan feliz que los discípulos recordaran por siempre ese día que iluminó y orientó su juventud.
¿Cómo se descubre la propia vocación en este mundo? Se puede descubrir de varios modos, pero esta página del Evangelio nos dice que el primer indicador es la alegría del encuentro con Jesús. Matrimonio, vida consagrada, sacerdocio: cada vocación verdadera inicia con un encuentro con Jesús que nos dona una alegría y una esperanza nueva; y nos conduce, incluso a través de pruebas y dificultades, a un encuentro siempre más pleno, crece, ese encuentro, más grande, ese encuentro con Él y a la plenitud de la alegría.
El Señor no quiere hombres y mujeres que caminan detrás de Él de mala gana, sin tener en el corazón el viento de la felicidad. Ustedes, que están aquí en la Plaza, les pregunto – cada uno responda a sí mismo – ustedes, ¿tienen en el corazón el viento de la felicidad? Cada uno se pregunte: ¿Yo tengo dentro de mí, en el corazón, el viento de la felicidad? Jesús quiere personas que han experimentado que estar con Él nos da una felicidad inmensa, que se puede renovar cada día de la vida.
Un discípulo del Reino de Dios que no sea gozoso no evangeliza este mundo, es uno triste. Se convierte en predicador de Jesús no afinando las armas de la retórica: tú puedes hablar, hablar, hablar pero si no hay otra cosa. ¿Cómo se convierte en predicador de Jesús? Custodiando en los ojos el brillo de la verdadera felicidad. Vemos a tantos cristianos, incluso entre nosotros, que con los ojos te transmiten la alegría de la fe: con los ojos.
Por este motivo el cristiano – como la Virgen María – custodia la llama de su enamoramiento: enamorados de Jesús. Cierto, hay pruebas en la vida, existen momentos en los cuales se necesita ir adelante no obstante el frío y el viento contrario, no obstante tantas amarguras. Pero los cristianos conocen el camino que conduce a aquel sagrado fuego que los ha encendido una vez por siempre.
Y por favor, le pido: no escuchemos a personas desilusionadas e infelices; no escuchemos a quien recomienda cínicamente no cultivar la esperanza en la vida; no confiemos en quien apaga desde el inicio todo entusiasmo diciendo que ningún proyecto vale el sacrificio de toda una vida; no escuchemos a los “viejos” de corazón que sofocan la euforia juvenil. Vayamos donde los viejos que tienen los ojos brillantes de esperanza.
Cultivemos en cambio, sanas utopías: Dios nos quiere capaces de soñar como Él y con Él, mientras caminamos bien atentos a la realidad. Soñar en un mundo diferente. Y si un sueño se apaga, volver a soñarlo de nuevo, recurriendo con esperanza a la memoria de los orígenes, a esas brazas que, tal vez después de una vida no tan buena, están escondidas bajo las cenizas del primer encuentro con Jesús.
Es esta pues, una dinámica fundamental de la vida cristiana: recordarse de Jesús. Pablo decía a su discípulo: “Recuérdate de Jesucristo” (2 Tim 2,8); este es el consejo del gran San Pablo: “Recuérdate de Jesucristo”. Recordarse de Jesús, del fuego de amor con el cual un día hemos concebido nuestra vida como un proyecto de bien, y a vivificar con esta llama nuestra esperanza. Gracias.
Algunos de los peregrinos que esperaban la llegada de Francisco lo recibieron con excesivo celo.
Luego, en su catequesis Francisco recordó que no es malo rezar en los momentos difíciles, aunque parezca que solo nos acordamos de Dios cuando lo necesitamos.
FRANCISCO
«Pero Dios conoce nuestra debilidad, sabe que nos acordamos de Él para pedir ayuda, y con la sonrisa indulgente de un padre, responde con benevolencia”.
Recordó el episodio del profeta Jonás, en el Antiguo Testamento. Durante su huida en barco, una tempestad hace que los marineros teman por su vida y se vuelvan, cada uno a su dios para pedir ayuda. Rezar en los momentos difíciles, dijo, alimenta la esperanza.
FRANCISCO
«Que el Señor nos haga entender esta relación entre oración y esperanza. La oración te lleva adelante hacia la esperanza y cuando llega la oscuridad, más oración, y habrá más esperanza”.
La muerte, por tanto, puede llevar hacia la salvación. Francisco señaló que Dios es paciente y es capaz de esperar hasta en el último momento de la vida de los hombres para atraerlos hacia sí. No da por perdida la vida de nadie.
El Papa ha llegado a la audiencia general algunos minutos antes de lo habitual, para poder detenerse con algunos peregrinos.
Uno de ellos, emocionado, ha conmovido a Francisco con su historia.
También el Papa se ha detenido con los recién casados y ha bendecido a una de esas parejas que ya está esperando su primer hijo.
«A los recién casados yo les llamo los valientes, porque hace falta coraje para casarse, sobre todo para toda la vida”. «No acabéis ningún día sin hacer las paces”.
Durante la audiencia general ha actuado un circo navideño el Golden Circus de Liana Morfei, que está de paso por Roma. Han conseguido sorprender al Papa con juegos de magia y con sus exóticos papagayos.
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
San Pablo, en la carta a los Romanos, nos recuerda la gran figura de Abraham, para indicarnos la vía de la fe y de la esperanza. De él el apóstol escribe: «Esperando contra toda esperanza, Abraham creyó y llegó a ser padre de muchas naciones»; “esperando contra toda esperanza”: es duro esto, ¿eh? Esto es fuerte: no hay esperanza, pero yo espero. Y así nuestro padre Abraham. San Pablo se está refiriendo a la fe con la cual Abraham creyó en la palabra de Dios que le prometía un hijo. Pero de verdad era confiarse esperando “contra toda esperanza”, era tan imposible aquello que el Señor le estaba anunciando, porque él era anciano – tenía casi cien años – y su mujer era estéril. No lo ha logrado. Pero lo ha dicho Dios, y lui creyó. No había esperanza humana porque él era anciano y su mujer estéril: y él cree.
Confiando en esta promesa, Abraham se pone en camino, acepta dejar su tierra y hacerse extranjero, esperando en este “imposible” hijo que Dios habría debido donarle no obstante el vientre de Sara fuese como si estuviera muerto. Abrahán cree, su fe se abre a una esperanza aparentemente irracional; esta es la capacidad de ir más allá de los razonamientos humanos, de la sabiduría y de la prudencia del mundo, más allá de lo que es normalmente considerado sentido común, para creer en lo imposible. La esperanza abre nuevos horizontes, hace capaz de soñar lo que no es ni siquiera imaginable. La esperanza hace entrar en la oscuridad de un futuro incierto para caminar en la luz. Es bella la virtud de la esperanza; nos da tanta fuerza para ir en la vida.
Pero es un camino difícil. Y llega el momento, también para Abraham, de la crisis de desaliento. Ha confiado, ha dejado su casa, su tierra y sus amigos. Todo. Y ha salido, ha llegado al país que Dios le había indicado, el tiempo ha pasado. En aquel tiempo hacer un viaje así no era como ahora, con los aviones – en 12 o 15 horas se hace –; se necesitaban meses, años. El tiempo ha pasado, pero el hijo no llega, el vientre de Sara permanece cerrado en su esterilidad.
Y Abraham, no digo que pierde la paciencia, sino se queja ante el Señor. Y esto aprendemos de nuestro padre Abraham: quejarnos ante el Señor es un modo de orar. A veces yo escucho, cuando confieso: “Me he quejado con el Señor…” y yo respondo: “No te quejes Él es Padre”. Y este es un modo de orar: quejarme ante el Señor, esto es bueno. Se queja ante el Señor y Abraham dice así: «Señor, respondió Abraham, […] yo sigo sin tener hijos, y el heredero de mi casa será Eliezer de Damasco (Eliezer era quien gobernaba todas las cosas). Después añadió: “Tú no me has dado un descendiente, y un servidor de mi casa será mi heredero”. Entonces el Señor le dirigió esta palabra: “No, ese no será tu heredero; tu heredero será alguien que nacerá de ti”. Luego lo llevó afuera y continuó diciéndole: “Mira hacia el cielo y si puedes, cuenta las estrellas”. Y añadió: “Así será tu descendencia”. Abram creyó en el Señor, y el Señor se lo tuvo en cuenta para su justificación» (Gen 15,2-6).
La escena se desarrolla de noche, afuera esta oscuro, pero también en el corazón de Abraham esta la oscuridad de la desilusión, del desánimo, de la dificultad de continuar esperando en algo imposible. Ahora el patriarca es demasiado avanzado en los años, parece que no hay más tiempo para un hijo, y será un siervo el que entrará a heredar todo.
Abrahán se está dirigiendo al Señor, pero Dios, aunque este ahí presente y habla con él, es como si se hubiera alejado, como si no hubiese cumplido su palabra. Abraham se siente solo, esta viejo y cansado, la muerte se acerca. ¿Cómo continuar confiando?
Y además, ya este reclamo suyo es una forma de fe, es una oración. A pesar de todo, Abraham continúa creyendo en Dios y esperando en algo que todavía podría suceder. Al contrario, ¿para qué interpelar al Señor, quejándose ante Él, reclamando sus promesas? La fe no es solo silencio que acepta todo sin reclamar, la esperanza no es la certeza que te da seguridad ante las dudas y las perplejidades. Pero muchas veces, la esperanza es oscura; pero está ahí, la esperanza… que te lleva adelante. Fe es también luchar con Dios, mostrarle nuestra amargura, sin “pías” apariencias. “Me he molestado con Dios y le he dicho esto, esto, esto” Pero Él es Padre, Él te ha entendido: ve en paz. ¡Tengamos esta valentía! Y esto es la esperanza. Y la esperanza es también no tener miedo de ver la realidad por aquello que es y aceptar las contradicciones.
Abraham pues, en la fe, se dirige a Dios para que lo ayude a continuar esperando. Es curioso, no pide un hijo. Pide: “Ayúdame a continuar esperando”, la oración de tener esperanza. Y el Señor responde insistiendo con su improbable promesa: no será un siervo el heredero, sino un hijo, nacido de Abraham, generado por él. Nada ha cambiado, por parte de Dios. Él continúa afirmando aquello que había dicho, y no ofrece puntos de apoyo a Abraham, para sentirse seguro. Su única seguridad es confiar en la palabra del Señor y continuar esperando.
Y aquel signo que Dios dona a Abraham es una invocación a continuar creyendo y esperando: «Mira hacia el cielo y cuenta las estrellas […] Así será tu descendencia». Es todavía una promesa, es todavía algo de esperar para el futuro. Dios saca afuera de la carpa a Abrahán, en realidad de sus visiones restringidas, y le muestra las estrellas. Para creer, es necesario saber ver con los ojos de la fe; no solo estrellas, que todos podemos ver, sino para Abrahán deben convertirse en el signo de la fidelidad de Dios.
Es esta la fe, este el camino de la esperanza que cada uno de nosotros debe recorrer. Si también a nosotros nos queda como única posibilidad mirar las estrellas, entonces es tiempo de confiar en Dios. No hay una cosa más bella. La esperanza no defrauda. Gracias.
Catequesis del Papa Francisco del miércoles 21 de diciembre de 2017
Queridos hermanos y hermanas:
En las catequesis de los miércoles estamos reflexionando sobre el tema de la esperanza. Hoy, a pocos días de la Navidad, contemplamos la Encarnación del Hijo de Dios, que marca el momento concreto en que la esperanza entró en el mundo. Dios se despoja de su divinidad y se acerca a su pueblo, manifestando su fidelidad y ofreciendo a la humanidad la vida eterna.
A pocos días de la Navidad, contemplamos la Encarnación del Hijo de Dios, que marca el momento concreto en que la esperanza entró en el mundo
El nacimiento de Jesús, nos trae una esperanza segura, una esperanza visible y evidente, que tiene su fundamento en Dios mismo. Jesús, entrando en el mundo, nos da fuerza para caminar con él hacia la plenitud de la vida y vivir el presente de un modo nuevo.
Jesús, entrando en el mundo, nos da fuerza para caminar con él hacia la plenitud de la vida y vivir el presente de un modo nuevo
El pesebre que preparamos en nuestras casas nos habla de este gran misterio de esperanza. Dios elige nacer en Belén, que es un pueblito insignificante. Allí, en la pobreza de una gruta, María, Madre de la esperanza, da a luz al Redentor. Junto a ella está José, el hombre justo que confía en la palabra del Señor; los pastores, que representan a los pobres y sencillos, que esperan en el cumplimiento de las promesas de Dios, y también los ángeles cantando la gloria del Señor y la salvación que se realiza en este Niño. Dios siempre escoge lo pequeño, lo que no cuenta, para enseñarnos la grandeza de su humildad.
Saludos
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los provenientes de España y Latinoamérica. Que por intercesión de la Virgen y de san José, la contemplación del misterio de la Navidad nos ayude a recibir a Jesús en nuestra vida, y podamos ser humildes colaboradores en la venida de su Reino, Reino de amor, de justicia y de paz. Feliz Navidad, llena de esperanza para todos.
El Papa Francisco ha iniciado un nuevo de ciclo de catequesis que tendrá como tema la «esperanza». “La vida muchas veces es un desierto, es difícil caminar dentro de la vida, pero si confiamos en Dios puede convertirse en bello y amplio como una autopista. Basta no perder jamás la esperanza, basta continuar creyendo, siempre, no obstante todo”, explicó Francisco.
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy iniciamos una nueva serie de catequesis, sobre el tema de la esperanza cristiana. Es muy importante, porque la esperanza no defrauda. ¡El optimismo defrauda, la esperanza no! ¿Entendido? Tenemos tanta necesidad, en estos tiempos que parecen oscuros, en el cual a veces nos sentimos perdidos ante el mal y la violencia que nos circunda, ante el dolor de tantos hermanos nuestros.
¡Se necesita la esperanza! Nos sentimos perdidos y también un poco desanimados, porque nos encontramos impotentes y nos parece que esta oscuridad no tiene cuando acabar.
Pero, no es necesario dejar que la esperanza nos abandone, porque Dios con su amor camina con nosotros. Yo espero, porque Dios está junto a mí. Y esto podemos decirlo todos nosotros. Cada uno de nosotros puede decir: “Yo espero, tengo esperanza, porque Dios camina conmigo!”. Camina y me lleva de la mano. ¡Dios no nos deja solos! El Señor Jesús ha vencido el mal y nos ha abierto el camino de la vida.
Y entonces, en particular en este tiempo de Adviento, que es el tiempo de la espera, en el cual nos preparamos para acoger una vez más el misterio consolador de la Encarnación y la luz de la Navidad, es importante reflexionar sobre la esperanza. Dejémonos enseñar por el Señor que cosa quiere decir esperar. Escuchemos pues las palabras de la Sagrada Escritura, iniciando con el profeta Isaías, el gran profeta del Adviento, el gran mensajero de la esperanza.
En la segunda parte de su libro, Isaías se dirige al pueblo con un anuncio de consolación: «¡Consuelen, consuelen a mi pueblo, dice su Dios! Hablen al corazón de Jerusalén y anúncienle que su tiempo de servicio se ha cumplido, que su culpa está paga […]».Una voz proclama: «¡Preparen en el desierto el camino del Señor, tracen en la estepa un sendero para nuestro Dios! ¡Que se rellenen todos los valles y se aplanen todas las montañas y colinas; que las quebradas se conviertan en llanuras y los terrenos escarpados, en planicies! Entonces se revelará la gloria del Señor y todos los hombres la verán juntamente, porque ha hablado la boca del Señor» (40,1-2.3-5). Esto es aquello que dice el profeta Isaías.
Dios Padre consuela suscitando consoladores, a quienes pide confortar al pueblo, a sus hijos, anunciando que ha terminado la tribulación, ha terminado el dolor, y el pecado ha sido perdonado. Es esto lo que sana el corazón afligido y atemorizado. Por eso, el profeta pide preparar el camino del Señor, abriéndose a sus dones y a su salvación.
La consolación, para el pueblo, comienza con la posibilidad de caminar en la vía de Dios, un camino nuevo, justo y accesible, un camino para preparar en el desierto, así para poderlo atravesar y regresar a la patria.
Porque el pueblo al cual el profeta se dirige estaba viviendo, en aquel tiempo, la tragedia del exilio en Babilonia, y ahora en cambio escucha que podrá regresar a su tierra, a través de un camino hecho grato y extenso, sin valles y montañas que hacen cansado el camino, un sendero llano en el desierto. Preparar este camino quiere decir, preparar un camino de salvación, un camino de liberación de todo obstáculo y dificultad.
El exilio del pueblo de Israel había sido un momento dramático en la historia, cuando el pueblo había perdido todo. El pueblo había perdido la patria, la libertad, la dignidad, y también la confianza en Dios. Se sentía abandonado y sin esperanza.
En cambio, ahí está la llamada del profeta que abre nuevamente el corazón a la fe. El desierto es un lugar en el cual es difícil vivir, pero justamente ahí ahora se podrá caminar para regresar no solo a la patria, sino regresar a Dios, y volver a esperar y sonreír. Cuando nosotros estamos en la oscuridad, en las dificultades no sonreímos. Es justamente la esperanza que nos enseña a sonreír en aquel camino para encontrar a Dios.
Una de las cosas, de las primeras cosas, que suceden a las personas que se alejan de Dios es que son personas sin sonrisa. Tal vez son capaces de dar una gran carcajada, una detrás de otra; un chiste, una carcajada… ¡Pero falta la sonrisa! La sonrisa solamente lo da la esperanza. ¿Han entendido esto? Es la sonrisa de la esperanza de encontrar a Dios.
La vida muchas veces es un desierto, es difícil caminar dentro de la vida, pero si confiamos en Dios puede convertirse en bello y amplio como una autopista. Basta no perder jamás la esperanza, basta continuar creyendo, siempre, no obstante todo.
Cuando nos encontramos ante un niño, tal vez podemos tener tantos problemas, tantas dificultades, pero cuando nos encontramos ante un niño nos surge dentro una sonrisa, la simplicidad, porque nos encontramos ante la esperanza: ¡un niño es la esperanza! Y así debemos ver en la vida, en este camino, la esperanza de encontrar a Dios, Dios se ha hecho Niño. Y nos hará sonreír, nos dará todo.
Justamente estas palabras de Isaías son usadas después por Juan el Bautista en su predicación que invita a la conversión. Decía así: «Una voz grita en el desierto: Preparen el camino del Señor, allanen sus senderos» (Mt 3,3). Una voz que grita donde parece que nadie puede escuchar, pero ¿Quién puede escuchar en el desierto? Los lobos… Y que grita en el desconcierto debido a la crisis de fe. Nosotros no podemos negar que el mundo de hoy está en crisis de fe.
Si, luego decimos: “Yo creo en Dios, soy cristiano” – “Yo soy de esta religión…” Pero tu vida está lejos del ser cristiano; está lejos de Dios. La religión, la fe ha quedado en una palabra: “¿Yo creo?” – “Si”. Pero no, aquí se trata de regresar a Dios, convertir el corazón a Dios e ir por este camino para encontrarlo. Él nos espera.
Esta es la predicación de Juan el Bautista: preparar. Preparar el encuentro con este Niño que nos devolverá la sonrisa. Los Israelitas, cuando el Bautista anuncia la llegada de Jesús, es como si todavía estuvieran en exilio, porque están bajo la dominación romana, que los hace extranjeros en su misma patria, gobernados por los poderosos ocupantes que deciden sobre sus vidas. Pero la verdadera historia no es aquella hecha por los poderosos, sino aquella hecha por Dios junto con sus pequeños.
La verdadera historia – aquella que quedará en la eternidad – es aquella que escribe Dios con sus pequeños: Dios con María, Dios con Jesús, Dios con José, Dios con los pequeños. Aquellos pequeños y simples que encontramos alrededor de Jesús que nace: Zacarías e Isabel, ancianos y marcados por la esterilidad; María, joven muchacha virgen prometida como esposa a José; los pastores, que eran despreciados y no contaban nada.
Son los pequeños, hechos grandes por su fe, los pequeños que saben continuar esperando. Y la esperanza es una virtud de los pequeños. Los grandes, los satisfechos no conocen la esperanza; no saben qué cosa es.
Son ellos, los pequeños con Dios, con Jesús los que transforman el desierto del exilio, de la soledad desesperada, del sufrimiento, en un camino llano sobre el cual caminar para ir al encuentro de la gloria del Señor. Y llegamos a la conclusión: dejémonos enseñar la esperanza. ¡Dejémonos enseñar la esperanza!
Esperemos confiados la llegada del Señor, y cualquiera que sea el desierto de nuestras vidas y cada uno sabe en qué desierto camina, cualquiera sea el desierto de nuestras vidas, se convertirá en un jardín florido. ¡La esperanza no defrauda! Lo decimos otra vez: “¡La esperanza no defrauda!”. Gracias.
San Pedro, miércoles 23 de noviembre de 2016: El papa Francisco, en la audiencia general de este miércoles, ha reflexionado sobre dos obras de la misericordia: dar buen consejo al que lo necesita y enseñar al que no sabe.
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
La reflexión sobre las obras de misericordia espiritual se refiere hoy a dos acciones fuertemente unidas entre ellas: dar buen consejo al que lo necesita y enseñar al que no sabe. Son obras que se pueden vivir tanto en una dimensión sencilla, familiar, a mano de todos, tanto –especialmente la segunda, la de enseñar– como en el plano más institucional, organizado. Pensemos por ejemplo en cuántos niños sufren todavía analfabetismo, falta de instrucción. Es una condición de gran injusticia que socava la dignidad misma de la persona. Sin instrucción después se convierten fácilmente en presa de la explotación y de varias formas de malestar social.
La Iglesia, a lo largo de los siglos, ha sentido la exigencia de comprometerse en el ámbito de la educación porque su misión de evangelización conlleva el compromiso de restituir la dignidad a los pobres. Desde el primer ejemplo de una “escuela” fundada precisamente aquí en Roma por san Justino, en el siglo II, para que los cristianos conocieran mejor la sagrada Escritura, hasta a san José de Calasanz, que abrió las primeras escuelas populares gratuitas de Europa, hemos tenido una larga lista de santos y santas que en varias épocas han llevado educación a los más desfavorecidos, sabiendo que a través de este camino podían superar la miseria y las discriminaciones. Cuántos cristianos, laicos, hermanos y hermanas consagradas, sacerdotes, han dado la propia vida en la educación, en la educación de los niños y de los jóvenes. Esto es grande: ¡os invito a hacerles un homenaje con un gran aplauso! [aplauso de los fieles]. Estos pioneros de la educación habían comprendido a fondo la obra de misericordia e hicieron un estilo de vida tal que transformaron la sociedad. ¡A través de un sencillo trabajo y pocas estructuras han sabido restituir la dignidad a muchas personas! Y la educación que daban estaba a menudo orientada también al trabajo. Es así que han surgido muchas y diferentes escuelas profesionales, que preparaban para el trabajo mientras que educaban en los valores humanos y cristianos. La educación, por lo tanto, es realmente una forma peculiar de evangelización. Cuanto más crece la educación, las personas adquieren más certezas y conciencia, que todos necesitamos en la vida. Una buena educación nos enseña el método crítico, que comprende también un cierto tipo de duda, útil para proponer preguntas y verificar los resultados alcanzados, en vista a una conciencia mayor. Pero la obra de misericordia de aconsejar a los que tienen dudas no se refiere solo a este tipo de dudas. Expresar la misericordia hacia los que tienen dudas equivale, sin embargo, a calmar ese dolor y ese sufrimiento que proviene del miedo y de la angustia que son consecuencias de la duda. Es por lo tanto un acto de verdadero amor con el que se pretende apoyar a una persona en la debilidad provocada por la incertidumbre.
Pienso que alguno podría decirme: “Padre, pero yo tengo muchas dudas sobre la fe, ¿qué debo hacer? ¿Usted no tiene nunca dudas?” Tengo muchas… ¡Es verdad que en algunos momentos nos vienen dudas a todos! Las dudas que tocan la fe, en sentido positivo, son un signo de que queremos conocer mejor y más profundamente a Dios, Jesús, y el misterio de su amor hacia nosotros. “Pero, yo tengo esta duda: busco, estudio, veo o pido consejo sobre qué hacer”. ¡Estas son las dudas que hacen crecer! Es un bien, por tanto, que nos hagamos preguntas sobre nuestra fe, porque de esta manera estamos empujados a profundizarla. Las dudas, sin embargo, también se superan. Por eso es necesario escuchar la Palabra de Dios, y comprender lo que nos enseña. Un camino importante que nos ayuda mucho en esto es el de la catequesis, con la que el anuncio de la fe viene a encontrarnos en lo concreto de la vida personal y comunitaria. Y hay, al mismo tiempo, otro camino igualmente importante, el de vivir lo más posible la fe. No hacemos de la fe una teoría donde las dudas se multiplican. Hagamos más bien de la fe nuestra vida. Tratemos de practicarla en el servicio a los hermanos, especialmente a los más necesitados. Y entonces muchas dudas desaparecen, porque sentimos la presencia de Dios y la verdad del Evangelio en el amor que, sin nuestro mérito, vive en nosotros y compartimos con los otros.
Como se puede ver, queridos hermanos y hermanas, tampoco estas dos obras de misericordia son lejanas a nuestra vida. Cada uno de nosotros puede comprometerse a vivirlas para poner en práctica la palabra del Señor cuando dice que el misterio de amor de Dios no se ha revelado a los sabios y a los inteligentes, sino a los pequeños (cfr Lc 10,21; Mt 11,25-26). Por lo tanto, la enseñanza más profunda que estamos llamados a transmitir es la certeza más segura para salir de dudas, es el amor de Dios con el que hemos sido amados (cfr 1 Gv 4,10). Un amor grande, gratuito y dado para siempre. ¡Dios nunca da marcha atrás con su amor! Va siempre adelante y espera; dona para siempre su amor, del que debemos sentir fuerte la responsabilidad, para ser testigos ofreciendo misericordia a nuestros hermanos. Gracias.
En las catequesis anteriores nos hemos ido metiendo un poco a la vez en el gran misterio de la misericordia de Dios. Hemos meditado sobre el actuar del Padre en el Antiguo Testamento y luego, a través de las narraciones evangélicas, hemos visto como Jesús, en sus palabras y en sus gestos, sea la encarnación de la Misericordia. Él, a su vez, ha enseñado a los discípulos: «Sean misericordiosos como el Padre» (Lc 6,36). Es un empeño que interpela la conciencia y la acción de todo cristiano. De hecho, no basta tener la experiencia de la misericordia de Dios en la propia vida; es necesario que quien la reciba también se convierta en signo e instrumento para los demás. La misericordia, además, no está reservada solo a los momentos particulares, sino abraza toda nuestra experiencia cotidiana.
Por lo tanto, ¿Cómo podemos ser testigos de misericordia? No pensemos que se trate de realizar grandes esfuerzos o gestos sobre humanos. No, no es así. El Señor nos indica un camino mucho más simple, hecho de pequeños gestos pero que a sus ojos tienen un gran valor, a tal punto que nos ha dicho que sobre esto seremos juzgados.
De hecho, una página entre las más bellas del Evangelio de Mateo nos presenta la enseñanza que podríamos considerar de alguna manera como el “testamento de Jesús” por parte del evangelista, que experimentó directamente en sí la acción de la Misericordia. Jesús dice que cada vez que damos de comer a quien tiene hambre y de beber a quien tiene sed, que vestimos a una persona desnuda y acogemos a un forastero, que visitamos a un enfermo o a un encarcelado, lo hacemos a Él (Cfr. Mt 25,31-46). La Iglesia ha llamado a estos gestos “obras de misericordia corporales”, porque ayudan a las personas en sus necesidades materiales.
Existen también otras siete obras de misericordia llamadas “espirituales”, que se refieren a otras exigencias también importantes, sobre todo hoy, porque tocan el interior de las personas y muchas veces hacen sufrir más. Todos ciertamente recordamos uno que ciertamente ha entrado en el lenguaje común: “Soportar pacientemente a las personas molestas”. ¡Y existen eh! ¡Existen personas molestas!
Podría parecer una cosa poco importante, que nos hace sonreír, en cambio contiene un sentimiento de profunda caridad; y así es también para las otras seis, que es bueno recordar: aconsejar a los inciertos, enseñar a los ignorantes, corregir al que se equivoca, consolar a los afligidos, perdonar las ofensas, rezar a Dios por los vivos y por los difuntos. ¡Son cosas de todos los días! “Pero yo estoy afligido…” “Dios te ayudará, no tengo tiempo”. ¡No! ¡Me detengo, lo escucho, pierdo el tiempo y lo consuelo, este es un gesto de misericordia y esto nos es hecho sólo a él, sino es hecho a Jesús!
En las próximas Catequesis nos detendremos sobre estas obras, que la Iglesia nos presenta como el modo concreto de vivir la misericordia. A lo largo de los siglos, muchas personas sencillas las ha puesto en práctica, dando así un genuino testimonio de fe. La Iglesia por otra parte, fiel a su Señor, nutre un amor preferencial por los más débiles. Muchas veces son las personas más cercanas a nosotros las que tienen necesidad de nuestra ayuda. No debemos ir en búsqueda de quien sabe qué acciones por realizar. Es mejor iniciar por aquellas más sencillas, que el Señor nos indica como las más urgentes. En un mundo lamentablemente herido por el virus de la indiferencia, las obras de misericordia son el mejor antídoto. Nos educan, de hecho, a la atención hacia las exigencias más elementales de nuestros «hermanos más pequeños» (Mt 25,40), en los cuales está presente Jesús. Siempre Jesús está presente allí donde hay necesidad, una persona que tiene necesidad, sea material que espiritual, pero Jesús está ahí. Reconocer su rostro en aquel que está en necesidad es un verdadero desafío contra la indiferencia. Nos permite estar siempre vigilantes, evitando que Cristo pase a nuestro lado sin que lo reconozcamos. Me viene a la mente la frase de San Agustín: «Timeo Iesum transeuntem» (Serm., 88, 14, 13), “Tengo miedo que el Señor pase” y no lo reconozca, que el Señor pase delante a mí en una de estas personas pequeñas, necesitadas y yo no me dé cuenta que es Jesús. Tengo miedo que el Señor pase y no lo reconozca. Me he preguntado porque San Agustín ha dicho temer el paso de Jesús. La respuesta, lamentablemente, está en nuestro comportamiento: porque muchas veces estamos distraídos, indiferentes, y cuando el Señor pasa a nuestro lado perdemos la ocasión del encuentro, de encuentro con Él.
Las obras de misericordia despiertan en nosotros la exigencia y la capacidad de hacer de viva y operante la fe con la caridad. Estoy convencido que a través de estos simples gestos cotidianos podemos cumplir una verdadera revolución cultural, como lo ha sido en el pasado. Si cada uno de nosotros, cada día, hace una de estas, esta será una revolución en el mundo. ¡Pero todos eh! Cada uno de nosotros. ¡Cuántos santos hoy son todavía recordados no por las grandes obras que han realizado, sino por la caridad que han sabido transmitir! Pensemos en Madre Teresa, canonizada hace poco: no la recordamos por las casas que ha abierto en el mundo, sino porque se inclinaba en cada persona que encontraba en medio a la calle para restituirle la dignidad. ¡Cuántos niños abandonados ha abrazado entre sus brazos; cuantos moribundos ha acompañado al umbral de la eternidad sujetándolos por la mano!
Estas obras de misericordia con los rasgos del Rostro de Jesucristo que cuida de sus hermanos más pequeños para llevar a cada uno la ternura y la cercanía de Dios. Que el Espíritu Santo nos ayude, que el Espíritu Santo encienda en nosotros el deseo de vivir con este estilo de vida: al menos hacer una cada día. Aprendamos de nuevo de memoria las obras de misericordia corporales y espirituales y pidamos al Señor nos ayude a ponerlos en práctica cada día y en el momento en el cual veamos a Jesús en una persona que está necesitada.
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